Por A. Bants - (Estudiante de Lic. en Comunicación UNGS - Secretaría de Cultura y Expresión del CeUNGS)
En las últimas semanas, hemos visto una acumulación de casos de violencia hacia las mujeres y, a la par, una acumulación de bronca e indignación ante estos hechos. El disparador de toda esa impotencia acumulada fue el testimonio de Thelma Fardín, que desató una proliferación de acusaciones en las redes sociales, hechas por mujeres que sufrieron los más variados tipos de violencia machista. Incluso al día siguiente de la denuncia pública de Thema, hecha el 11 de diciembre, se registró un aumento del 240% en las llamadas a la Línea Nacional contra el Abuso Sexual Infantil. Todo esto no quiere decir que este tipo de agresiones surgen ahora, pero resulta evidente que hay cada vez menos tolerancia a la violencia machista. Este fenómeno impone la necesidad de detenerse y reflexionar acerca de los nuevos ánimos de lucha que expresan las mujeres, pero también en torno a los escraches como método y sus implicancias, ¿Qué tan efectivos son para derribar al patriarcado?
El escrache surge de la aceptación de que quienes agreden a
las mujeres no representan casos particulares, sino que son producto de una
cultura patriarcal: un sinfín de denuncias desatendidas que culminan con la
muerte de mujeres, violadores absueltos, hombres que acosan y amenazan a diario
impunemente, etc. Vivir en carne propia todas estas situaciones, y entender que
esto es el corolario de una sociedad putrefacta, genera una gran impotencia. No
creer en la justicia empuja a un montón de mujeres a tomar el toro por las
astas e intentar conseguir por ellas mismas que los violentos tengan al menos
una condena social, en ausencia de una condena judicial.
Por supuesto que la motivación para escrachar no parte
solamente de esa razón, sino que es central también la necesidad de la víctima
de expresarse, por un lado, y de advertir a otras posibles víctimas para que no
pasen por las mismas situaciones. Básicamente, un acto de
"sororidad". Lo progresivo de esto es que las mujeres comienzan a
percibirse como grupo oprimido y a desnaturalizar ese hecho. Lo que falta
ahora, es reconocerse como grupo oprimido, además de por el género, por la
clase social.
Este elemento que todavía no se expresa en la lucha de las
mujeres, es el que conduce a diluir las diferencias de clase, y a pensar que
las mujeres inmigrantes, o trabajadoras, o pobres, son igual de oprimidas que
Christine Lagarde, por ejemplo. Sin embargo, la realidad es que hay mujeres que
oprimen mujeres porque existen diferencias de clase insoslayables: un ejemplo
ilustrador es el de las trabajadoras domésticas de Nordelta, que día a día
padecen la discriminación, sometimiento y humillación de sus patronas. Esas
mujeres tienen que trabajar largas horas, la mayoría de las veces en negro,
para ganar una miseria que apenas les alcanza para alimentar a sus hijos, y
cuando llegan agotadas a sus hogares tienen que seguir trabajando: lavar la
ropa, limpiar la casa, cuidar a los niños, etc.
En una entrevista realizada a Rita Segato sobre los
escraches y la denuncia de Thelma Fardín, publicada por Página 12[1],
la antropóloga afirmó que lo que existe hoy es un “feminismo del enemigo”, y
agregó que “el feminismo no puede y no debe construir a los hombres como sus
enemigos naturales”, “que la mujer del futuro, no sea el hombre que estamos
dejando atrás”. La concepción instalada actualmente en el movimiento de mujeres
que las homogeneiza como víctimas, y a los hombres como victimarios (de hecho o
potenciales), constituye la estrategia de las clases dominantes para perpetuar
su dominio: “divide y reinarás”.
La disgregación de los sectores sometidos de la sociedad es
algo que data desde hace décadas. A fines del siglo XVIII, como consecuencia
del ingreso de las mujeres a las fábricas, los hombres trabajadores comenzaron
a organizarse para excluirlas del mercado laboral, dado que la mano de obra
femenina era más barata y tiraba a la baja los ya miserables salarios. Los
hombres veían a las mujeres como sus enemigas, y no a los empresarios que
bajaban sus salarios, lo cual era un gran límite para una organización real.
Este es solo un ejemplo para dar cuenta de lo errada que es la estrategia
divisionista. A la exclusión que los hombres ejercen sobre las mujeres, no se
le debe oponer más exclusión, todos los movimientos deben unir filas para
terminar con la opresión.
Quienes se ahorran una enorme riqueza a condición de pagar
salarios inferiores a las mujeres y de mantener sin remuneración el trabajo
doméstico y el cuidado de los niños, fundamentales para la reproducción del
trabajo, son los empresarios. Sobre estas bases materiales descansa la
violencia machista, que es ejercida por los hombres en el marco de una sociedad
que coloca a la mujer en un lugar subordinado. En última instancia, los femicidios son el último eslabón de una cadena de violencias que el Estado y sus
instituciones legitiman y reproducen (lo cual no quiere decir que los hombres estén exentos
de culpa). La desigualdad de género se da dentro de una sociedad ya de por sí
desigual. Por supuesto que las condiciones para las mujeres en esa sociedad son
todavía peores. Tal como señalaba Flora Tristán: “Hay alguien todavía más
oprimido que el obrero, y es la mujer del obrero”.
Por todo esto, es claro que los escraches son solo un
parche, dado que son una herramienta de punición que se dan las mujeres una vez
que el daño ya fue hecho. Debemos empezar a discutir soluciones al problema de
fondo, para evitar que los femicidios y cualquier forma de violencia machista
ya no ocurran nunca más, y para ello es necesario un cambio cultural que no va
a darse de la nada, sino con una gran lucha por conquistar las condiciones
materiales que necesitamos para salir del lugar subordinado en el que estamos.
Si creemos que los agresores no están locos, sino que son “hijos sanos del
patriarcado”, lo que debemos hacer no es luchar contra los hombres, sino contra
el patriarcado y el sistema social que de él se vale para explotar en mayor
medida a las mujeres.
No estamos en desacuerdo con los escraches en sí, opinamos
que se debe acompañar a la víctima en la decisión que quiera tomar, para
expresar su dolor o para advertir sobre el peligro de relacionarse con
determinada persona, solo que no lo compartimos como estrategia para vencer al
patriarcado: la lucha de las mujeres no puede terminar ahí. Como expresa
Mariana Mariasch en una nota publicada recientemente En La Izquierda Diario[2],
el feminismo es un movimiento que conseguirá su fin cuando deje de existir, es
decir, cuando ya no exista opresión entre géneros. Es imperante pensar y
debatir la estrategia que nos debemos dar para tirar abajo el patriarcado
[1]
“El problema de la violencia sexual es político, no moral” | Entrevista a la
antropóloga Rita Segato, una estudiosa de la violencia machista -
https://www.pagina12.com.ar/162518-el-problema-de-la-violencia-sexual-es-politico-no-moral
[2]
La pregunta incómoda - ¿Estamos promoviendo más tabúes? Ideas de Izquierda
invitó a Marina Mariasch e Ileana Arduino para seguir reflexionando sobre los
debates que abre un movimiento de mujeres que desnaturaliza lo naturalizado y
crea nuevos sentidos.
http://www.laizquierdadiario.com/La-pregunta-incomoda